jueves, 19 de noviembre de 2015

EL LIBRERO DE LAS VICTORIAS

Hay que entrar despacio, para acostumbrarse a la penumbra de la galería de a poco. Y en esa lentitud, apreciar la decoración, el mural con venecitas bien propio de aquella época en la que eso que hoy es viejo fue novedad: un paseo de compras techado, una sucesión de locales a uno y otro lado de un corredor que lleva de un punto a otro de la misma vereda o de una calle a la otra, en una variante que agrega al interés comercial la ventaja de una circulación acortada a través del interior de la manzana.
Los locales que hoy componen la galería están dedicados, en su mayoría, a la venta de objetos vinculados con actividades inútiles. Hobbies como el aero, el ferro o el automodelismo, coleccionismos varios, chucherías, falsas antigüedades y malas copias de grandes obras de arte.
Pero hay un local, que son dos locales, en realidad, que combina el absurdo y la inutilidad con lo más prestigioso que uno pueda imaginar en nuestra cultura occidental judeocristiana: los libros. Y no se trata precisamente de una librería, en el sentido común y previsible que pueda tener el término. No consiste en una disposición ordenada y sistemática de esa clase de objetos en escaparates que exhiban sus tapas hacia la vidriera o los dispongan, también privilegiando la visualización de la cubierta, sobre una mesa más o menos amplia, no. Son locales que consisten, en la práctica, en depósitos de libros vidriados. Lo que uno puede apreciar, desde el exterior, desde ese pasillo en penumbra, sobre todo si están cerrados, son cubículos saturados de libros en pilas o filas, en atados, en pilas o filas o atados depositados en estantes sostenidos, a su vez, por pilas, filas o atados. Laberinto de páginas impresas, amarilleadas, descoloridas, polvorientas, de tapas ajadas, agrisadas, tapas duras, tapas blandas, hasta libros sin tapa.
Y a cargo de semejante complejo, él, ese hombre no demasiado alto, ni demasiado viejo, de pelo desordenado y barba un tanto larga, grises, el pelo y la barba, un hombre chupado, consumido por la habitualidad de la bebida o del cigarro, quizá de ambos. Ese hombre que abre la puerta de uno de los locales, ese desde el que se ve la entrada a la galería, enciende dentro una pequeña lámpara que a su vez se ve desde la calle, una vez que uno traspone el umbral y se acostumbra a la penumbra, y saca al pasillo un enorme sillón de un cuerpo con amplios apoyabrazos, un sillón que detenta la misma antigüedad y evidencia el mismo desgaste que el señor y que muchos de los ejemplares que guarda.
“¿Usted sabe lo que tiene, qué libros y dónde está cada uno?”, le preguntó el hombre, y la mujer lo acompañó en la intención de la pregunta con el gesto, justo cuando el librero había abandonado el sillón y se disponía a entrar en el local. Así, parado casi bajo el marco de la puerta dijo, mirándolos como si estuviera muy acostumbrado a contestar esa clase de preguntas por parte de esas parejas de diletantes o turistas de paseo por la ciudad, “sé lo que no hay, sé la clase de libros que nunca compraría ni vendería; acá no hay libros de autoayuda, ni de terapias alternativas; de psicología hay algunos pero trato de que queden siempre bien al fondo”.
La pareja puso cara de asombro y recorrió con la mirada el amontonamiento. Al advertir la persistencia del interés, el librero arremetió. “Una vez apareció un hombre. Mecánico era. Vino así, con el overol manchado de grasa. Las manos las tenía limpias, aunque eran inconfundiblemente manos de mecánico. ¿Tiene algo sobre motores Diesel?, me preguntó. Y yo no le contesté. Me metí no en este, en el otro local, y empecé a sacar libros, manojos de libros, y los fui trayendo y apilando acá, frente a esta puerta. El hombre, en silencio, me observaba ir y venir. Puede ir mirando, le dije, antes de emprender uno de los regresos. Y entonces se animó a agarrar, a hojear, a leer por encima. Después de media hora, más o menos, había puesto frente a él, no sé, unos ciento cincuenta libros, por decir algo. Esto es todo lo que tengo sobre motores Diesel, le dije. ¿Cuánto valen?, me preguntó. ¿Cuáles?, pregunté yo. Todos, dijo, los quiero todos. Le pregunté si estaba seguro, porque preguntarle si estaba loco le hubiera resultado un tanto agresivo. Respondió que sí. No sé cuánto valen. Póngale usted un precio. Dijo que no, que él tampoco tenía idea. Mire, le dije, acá hay libros más importantes que otros. Sepárelos. Mírelos a todos y haga dos pilas, una con los que considere más valiosos y otra con los otros. Y póngale un precio por unidad a cada libro de la segunda pila. Media hora también, más o menos, le llevó el reacomodamiento. La pila de la izquierda, la de los más apreciados tenía, al final del proceso de selección, unos veinte volúmenes. El resto estaba en la otra, que eran varias pilas, en realidad. Bueno, dijo, qué sé yo, digamos veinte pesos por libro. Muy bien, le dije. Ahora piense cuántos libros de esta pila vale cada uno de los que puso en la otra. Y…, dijo, alargando la pronunciación mientras pensaba, diez, digamos. Yo digo que veinte, le dije. ¿Veinte?, preguntó. Está bien, dijo, con seguridad. Eso sumaba, en total, más de diez mil pesos. El problema es que tengo sólo dos mil pesos encima, dijo. Se los dejo, me llevo algunos libros y mañana vengo con el resto de la plata y me llevo el resto, agregó. ¿Tiene un vehículo, usted?, le pregunté. Sí, una camioneta, la tengo estacionada acá al lado, dijo. Vaya a buscarla y los carga todos. Se los lleva hoy, ahora mismo. En la semana me alcanza el resto de la plata. Pero eso no existe, dijo. Esto que estamos haciendo tampoco existe, le contesté, extendiéndole la mano para dar por cerrado el acuerdo”.