viernes, 30 de octubre de 2015

LA OTRA CARTA (cuento breve)

La concentración con la que pegaba cada estampilla era asombrosa. Con la mano izquierda sujetaba la plancha, que contenía un centenar de reproducciones de una foto minúscula de un cerro nevado, mientras que con la derecha retiraba, rompiendo el troquel primero en sentido horizontal y luego vertical, cada uno de los rectángulos que, previamente humedecidos en la almohadilla que tenía frente a sí, pegaba en el ángulo superior derecho de cada uno de los sobres que se apilaban cerca del borde del mostrador, cada uno de los que, una vez estampillados, tomaba y dejaba caer en un canasto de mimbre que estaba junto a ella.
Cuando él entró en la oficina, en la que asombrosamente en ese momento no había nadie, ni siquiera levantó la vista, pese a que la pequeña campana colgada detrás de la puerta todavía emitía sus últimos resuenos.
“Buen día”, dijo él. “Buen día. Ya lo atiendo”, dijo ella aún con la vista en su tarea. Él la observó durante un rato. Vio caer al canasto unos siete sobres. Y entonces preguntó “¿prefiere que vuelva en otro momento?”, advirtiendo que la pila era de no menos de veinte. Y entonces ella lo miró. Y un mechón castaño lacio calló sobre su mejilla derecha, obligándola a acomodarlo detrás de la oreja. La combinación de ese rostro, de tez blanquísima sin una mota de maquillaje, con esos ojos castaños de mirada pacífica le pareció, al instante, hermosa. “¿En qué puedo ayudarlo”, le preguntó. Y él, entonces, se vio obligado a regresar desde aquel territorio insondable de la experiencia estética más profunda hasta esa oficina de correos en la que aquella mujer acababa de preguntarle si podía ayudarlo en algo.
Bajó la vista. Vio entre sus manos, metido entre las hojas del libro que había llevado para leer en caso de que hubiera tenido que enfrentar una espera prolongada, el sobre que contenía la carta que había escrito la noche anterior. Esa carta en la que les decía, a su mujer y a sus hijos, que los extrañaba mucho, que no veía la hora de volver, que el trabajo era duro pero la paga, esos billetes que iban a permitirles hacer aquel viajecito planeado durante tanto tiempo, lo justificaba.
“Qué chambón, me olvidé el sobre”, dijo, cerrando el libro. “Más tarde vuelvo”, agregó. “Uy, qué lástima”, dijo la mujer, sin desviar un milímetro la mirada de esa línea en la que sus ojos entraban en órbita con los de él. “Hasta las cinco y media estoy”, dijo. “Bueno, voy a tratar de llegar a tiempo”, dijo él, que ya había tomado la decisión de romper ese sobre y escribir esa otra carta que era, en realidad, la que tendría que haber escrito.

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